jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo XVII

Donde se concluye el relato de la velada del Concha con los jipis y se refiere la experiencia de nuestro sutil personaje con el Respiracionismo

—Somos lo que comemos —dijo el Concha.
—Tal cual.
—Si comés comida de mierda, sos una mierda.
—Por supuesto.
En ese momento, Vitiligo debió disculparse por una sonora flatulencia que se le escapó, según dijo, producto de la incómoda posición de piernas cruzadas en que se había sentado.
—Y si querés ser verdaderamente un ser de luz —siguió el Concha—, debés alimentarte sabiamente.
—¿Ser de luz? —se metió Vitiligo, que no compraba el discurso del Concha de manera acrítica como hacían los jipis—. Las plantas son seres de luz, yo soy un ser de carne —dijo, y se palmeó la panza.
—Vos sos un gordo de carne, Viti, y la recibís por adelante y por atrás.
La incipiente discusión que comenzó fue interrumpida por Griselda, que le pidió al Concha que les explicara más acerca de la sabia alimentación de los seres de luz.
—Quiero contarles —siguió el Concha— acerca de una milenaria práctica que, en algún momento de mi vida, intenté llevar adelante. Se trata de la dieta más extrema posible, si es que puede llamarse dieta a esa forma de alimentación...
—¿Cuál? —preguntaron.
—Viví durante un año y medio —se afirmó el Concha— practicando Sungazing.
—¿Qué es eso? ¿Comer zungas? —preguntó el gordo Vitiligo, festejando casi en soledad su chiste, nacido de los últimos coletazos que el porro daba en su organismo antes del bajón.
—Alimentación de sol —se adelantó Griselda—. Otros le dicen Inedia o Respiracionismo.
El Concha pasó a explicar la experiencia que, según él, había realizado en una playa alejada de la provincia de Buenos Aires, a la altura de Pehuen-Co.
—El tema es así —se despachó—: el sol es una fuente de energía. Esto lo sabe cualquiera, desde una planta hasta las calculadores que venían con una chapita para cargarse de luz. El hombre también puede absorber esa energía y vivir sin alimentarse...
Recordé haber visto, alguna vez, un documental sobre pseudociencias donde referían esa práctica.
—¿No es peligroso? Leí que una mujer falleció por seguir esa dieta... —dijo Griselda.
—No, para nada —dijo el Concha—. Peligroso, lo que se dice peligroso, no. Lo único es que me la pasaba de la mañana a la noche embadurnado en un aceite de coco, Rayito de sol, que además de envolverme en un perfume dulce todo el día que atraía las moscas, me terminó produciendo una irritación en todo el cuerpo, especialmente.... —y noté que buscaba unas palabras que no le salían, hasta que finalmente las encontró— ...en el glande y en la tronca.
Vitiligo lo miró, abombado.
—Sí, gordo, se me peló íntegra. Me quedó en carne viva, como un morrón pasado... —dijo el Concha.
—Pero qué, ¿estabas desnudo todo el día, que te tenías que poner crema en el pito? —preguntó un jipi.
—Claro, así es la dieta. Además, dicen que las zonas eróticas absorben más energía...
—Erógenas, serán —insistió el jipi que lo había desafiado. Al parecer, le habían entrado ciertas sospechas sobre el Concha.
El Concha lo miró con cara de hartazgo, pero el jipi, que deliberada o inconcientemente no se dio por aludido, continuó:
—No parece una crema muy natural esa que mencionás.
—¿Rayito de sol?
 —Ésa misma. Además, no sé de qué laboratorio es. Si no es de alguno que experimenta con animales, le pega en el palo...
Hubo una breve discusión al respecto, que se cortó cuando Griselda le preguntó por qué había abandonado la dieta.
—Me cagaron un par de nubes, nada más. Imagínense: a mí, que solo comía sol, me hacía ruido la panza cada vez que se nublaba. Dos semanas de ayuno forzado, a la sombra, me dejaron piel y hueso... No: definitivamente es una dieta para el Caribe... —remató.
Entre estas y otras cuestiones, como decía, transcurrió aquella noche. Antes de irse y dejarme la casa hecha un desastre, recuerdo que le pregunté al Concha si era efectivamente de esa mujer a la que hacía masajes que sacaba todas las mentiras que parecían ajustarse tan bien a lo que los jipis querían escuchar. Se sinceró: el dato lo había sacado de internet.
—Fue de pedo —dijo—, una vez que buscaba fotos de minas en playas nudistas.
Después de esa semana de descanso, fue recién un domingo al mediodía que volví a tener noticias del Concha, cuando me llamó por teléfono. Arreglamos que pasaría por su casa, porque me quería comentar algunas cosas.
Cuando entre a su departamento, aquella tarde, lo encontré en las mismas condiciones de mugre y desaseo que la vez anterior. Lo que me llamó la atención fue que entre sus dvd´s pornográficos y bollitos de papel higiénico que parecían almidonados había desparramados algunos libros de Yoga. Ya no temí preguntar en qué andaba, porque esperaba lo peor de él.
—¿Y esto? —le dije señalando un libro que en su tapa tenía la foto de un yogui con las piernas flexionadas, volcado hacia adelante, con la frente apoyada en sus pies.
—Me estoy interiorizando en el Yoga.
Era evidente que no tenía un interés genuino en la práctica, del mismo modo que no lo tenía en nada de lo que lo vi encarar.
—Ajá. ¿Y para qué?
Se quedó mirándome un segundo, como si se sorprendiese –no sé si gratamente o con fastidio– de que no lo tomara en serio.
—Leí que en Yoga hay una serie de ejercicios que ayudan a la elasticidad —respondió—.
Me causó gracia la respuesta y me tenté. Pregunté, en broma –pero quizás no tanto–, si pensaba pedir trabajo en el Cirque du Soleil, que acababa de instalarse en Vicente López.
—No, Eduardo, para tanto no creo que llegue. Me acerqué al Yoga en una búsqueda más íntima, personal, individual...
—¿Qué querés decir?
—Quiero ver si después de practicar durante un tiempo una serie de asanas consigo ser tan flexible como para autochupármela.
Lo miré, creo, con algo de espanto. Se rió y dijo:
—No pongas esa cara, Eduardo, que era un chiste. Mirá si voy a querer autotirarme la goma... Además, no se puede...
Noté que se quedó como con ganas de confesar algo, que finalmente hizo:
—Lo sé porque una vez que estaba medio aburrido se me dio por probar y casi me desnuco... Es que vi un video en internet de un negro que...
—Está bien, gracias por el dato —le dije para cortarlo y cambiar de tema.
Mientras preparaba un mate en un vaso de vidrio, siguió:
—Vos sabés que compré varios de ese mismo tipo, un tal...
Y tomando un ejemplar intentó leer, mal:
—...Fri Bahtkiravarlanga, o como carajo sea. Los rematan ahora a sus libros, porque parece que el tipo, que en realidad es un occidental y se puso ese nombre, fundó una academia de Yoga donde, además de difundir la cultura hindú, con el curro del Tantra parece que terminaba las sesiones destangando y empernando a las alumnas...
No sos solo en el mundo, pensé.
—Un grande —reflexionó el Concha—. Como sea, el caso es que ahora que está medio de moda ese tema del Arte de Vivir y de respirar, quiero ver si sale algo ¿entendés? Yo vivo del rebusque, aprovechando la ocasión, como esos que se pone a llover y salen a ofrecer pilotines o paraguas...
Eso ya lo tenía más que claro. Le pregunté si tenía pensado vender libros.
—No, no. Me estoy preparando para cuando venga de nuevo Esrí Esrí San Car.
El Concha parecía, entre otras cosas, padecer de algún trastorno de lenguaje. Nunca supe si lo hacía a propósito, como un chiste, o si en verdad sufría alguna forma aguda de dislexia.
—Sri Sri Ravi Shankar, querrás decir.
—Exacto. Pero eso es para más adelante. Me tengo que preparar bien...
Y seguro lo iba a hacer.
—Te llamé —siguió— porque esta noche hay un evento de poesía. ¿Te acordás de Carol, la yanqui que conocimos en el Congreso de Letras?
Sí, la recordaba, como recordaba algunos fragmentos de su conversación con ella.
—Bien, resulta que le llegó una invitación a un café literario que se hace hoy y, como no tenía con quién ir, me llamó para ver si la acompañaba. Yo ya lo busqué en Internet: un café literario es un lugar a donde va la gente a leer poesía y cosas así. Es decir: es un lugar donde se juntan bohemios, vagos, borrachos y escritores fracasados que, como no pueden sacar un libro, van y le leen sus escritos a cualquiera que ande al pedo por ahí...
El Concha, comenzaba a entenderlo, avanzaba por la vida como si todo, absolutamente todo, fuese el eufemismo de una realidad más cruel y dura que él, sin saberlo, se encargaba de mostrar.
—Es en Flores, en un barsucho de mala muerte por Carabobo, a las 8. ¿Te prendés?
Le dije que sí.
El Concha miró el reloj que tenía en la pared y me dijo:
—Falta un rato. Todavía tenés tiempo.
—¿Tiempo de qué?
—De escribir algo, de qué va a ser. Un poema, una frase, algo para leer ahí. Vos, que sos profesor de literatura, tenés que llevar algo. Si llevo yo, que no tengo idea de nada de esto, vos como mínimo...
—Pará, pará —lo corté—. ¿Vos escribiste algo?
—Sí, claro. Una boludez, algo raro y que no se entiende una verga, que mezcla cosas que nada que ver, como las canciones de los Redondos y de Spinetta. ¿Querés que te lo lea?
Asentí.
El Concha se metió la mano en un bolsillo, sacó un papel arrugado donde, escrito sin tachaduras, estaban las siguientes palabras.

Sonrisa de pómulo
pedaleando en la ciclovía de mis días.
No llegarás al cielo,
no llegarás al cielo nunca
oh, barrilete
barrilete de cristal
que amamantas sin pezón
desde un útero sincero
(ayer me acaricié pensando en ti)


A los veinte minutos estábamos saliendo juntos para el café literario.

domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo XVI



Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (tercera parte)


Cuando abrí la puerta, el espectáculo no podía ser peor.
El Concha parecía haber usado todos los utensilios de que yo disponía para preparar los platos secretos con que pensaba sorprender a sus nuevos amigos. La mesada estaba completamente ocupada no sólo por los alimentos preparados sino también por los desechos que habían quedado de su elaboración. En apenas dos o tres horas había logrado transformar ese pequeño espacio que yo le había cedido en un antro de mugre y  desorden muy similar al que él habitaba.
Arrodillado en medio de ese caos, estaba el Concha. Pasaba un trapo rejilla a un charco de líquido verde que había en el piso.
—Me asustaste, Eduardo. Pensé que era Griselda.
No le respondí, petrificado como me quedé ante semejante cuadro. Creo que reparó en la expresión de mi rostro porque dijo:
—Quedate tranquilo que después ordeno todo…
Preferí cambiar de tema.
—¿Qué pasó que gritaste? —pregunté.
—Se me fue a la mierda el vaso con el jugo de pasto.
En tono de lamento, agregó:
—Lo que quedó no va a alcanzar…
Tenía muchas cosas para decirle, pero decidí no arruinar la velada.
—¿Querés que te vaya a comprar?
—¿A comprar qué?
—Brotes de trigo, para el jugo…
Cuando le resultaba inconcebible mi modo de pensar o irreductiblemente ajeno al suyo, pronunciaba mi nombre enfatizando la “r”.
—Pero, Eduarrrdo ¿sos boludo, vos?
A mí, acostumbrado como ya estaba a su trato algo rudo, me resultaba más chocante ese estirarse en su boca de la vibrante que el “boludo” con que solía completar la frase.
—Qué brotes ni brotes, Eduardo. El jugo de pasto poronga ese que se van a tomar los jipis lo estaba preparando con unos yuyos que estuve juntando al lado de las vías, en la estación Caballito del Sarmiento. Toda la historieta esa de lo orgánico sale un huevo, creeme. No vale la pena…
En la mesada quedaban restos de hierbas que había recolectado. Algunas briznas estaban claramente afectadas por restos de grasa, aceite o algún tipo de hidrocarburo.
—Ésas son las que no sirven —aclaró—. Lavé el pasto antes de preparar el juguito, Eduardo. No te vayas a creer que soy tan hijo de puta…
—No…
—…como para mandarte esa mugre en la jarra de la pimer.
—Ajá.
En un momento, cuando escurría el líquido verdoso en la pileta de los platos, dijo:
—¡Ya sé! Lechuga. ¿Tenés lechuga? Cómo no me di cuenta antes. Podía haber comprado lechuga y no andar juntando yuyos para el jugo.
—No me quedó.
—¿Achicoria, radicheta?
—Tampoco —dije negando con la cabeza.
Se quedó un momento pensativo. Luego, un brillo en sus ojos anticipó la barbaridad que soltó:
—Traé el potus, Eduardo.
—¡¿Qué?!
—El potus, Eduardo, la planta que tenés en la biblioteca.
No lo podía creer.
—No lo vamos a hacer todo jugo —aclaró—: sólo algunas hojas.
Me negué. Insistió. Tomalo como una poda sanitaria, dijo.
—¿Y si se intoxican? —le pregunté.
—No les va a pasar nada. Nada que un par de pedos o diarrea mañana temprano no puedan resolver. Igual —agregó mientras yo iba, como siempre, a cumplir sus órdenes—, vos no lo tomes. Por las dudas ¿viste?
Cuando aparecí en el living, los chicos ya había armado un cigarrillo de marihuana y estaban fumando.
—El Concha no quiere que la planta respire el humo de otra planta —les dije mientras llevaba el potus a la cocina.
La mentira me salió en el momento. Acaso –pero esto lo pienso ahora, mucho después de que estas cosas pasaran– había comenzado a adoptar la actitud embustera del Concha.
En un par de minutos, el Concha reapareció en el living con una bandeja y tres vasos.
—Y vos ¿no vas a tomar? —le preguntó Griselda.
—No, no. Yo...
Y se quedó sin saber cómo continuar. En un segundo, escapó corriendo hacia adelante:
—Pasa que estoy practicando orinoterapia. Y no es conveniente mezclar terapias. Pasa como con el alcohol: la mezcla mata.
—¿Tomás meo? —preguntó uno de los jipis.
—Solamente el primero de la mañana. Pero no el primer chorro, que sale impuro...
Griselda puso cara de asco.
—¿Es bueno eso? —le preguntó.
—Terapias, terapias alternativas. Yo hace años que no me resfrío, por ejemplo. Tampoco tomo esas vitaminas como el amoxidal.
—No sé si les llegó a contar —agregó Hugo, ya enturbiado por el cannabis—, pero hace cagoterapia. En el desayuno, unta las tostadas con un sorete y... ¡adentro!
Se reía con los ojos vidriosos al hablar. El resto festejó la broma.
—Es un ignorante —se defendió el Concha.
Yo contemplaba la escena inverosímil que acontecía en mi casa. Después de que todos hubiesen tomado el brebaje de potus, el Concha anunció.
—Ahora les traigo la comida.
Y diciendo esto fue a la cocina y reapareció con una fuente y algunas cazuelas.
—Huele bien —dijo uno de los jipis, pasado de droga.
—Son lomitos de seitán y carne vegetal con arroz yamaní en una salsa de tomate y calabaza. Todo orgánico, como corresponde. También van a encontrar unos trocitos de tofu, cortados en cubito.
Los jipis veganos, esa noche, degustaron la paella de mondongo y tomate en lata que el Concha preparó a las apuradas, sin mucho criterio. Tenía, es verdad, algo de tofu. Me lo dijo el Concha, aclarando que en el barrio chino se conseguía por dos mangos. El sabor de unos cubitos Knorr de verdura y carne no levantó la menor sospecha entre esa juventud que alucinaba menos por la marihuana que por el aura mística con que el Concha había logrado envolverlos.
Después de cenar, armaron otro porro que hicieron circular en la ronda y el Concha se explayó como sigue. 

sábado, 16 de marzo de 2013

Capítulo XV



Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (segunda parte)

Cerca de las nueve sonó el timbre. Era Griselda y estaba acompañada por dos de sus amigos: Pablo y Damián. Como era de esperarse, vinieron en bicicleta.
—¿Y los otros? —pregunté mientras acomodábamos las bicis en el ascensor.
—No van a poder venir hoy —dijo—. Les adelantaron para esta noche la clase de un curso que están realizando sobre terapia floral, bioenergía y memoria celular. No pueden faltar…
—Ajá —dije, pero no pregunté de qué se trataba todo eso.
Mi cara, sin embargo, debió de parecer que pedía algún tipo de explicación, porque Griselda dijo:
—Se trata de una serie prácticas y enfoques alternativos para tratar dolencias y malestares. Algo muy holístico, integral. El Concha seguro que conoce…
Seguramente, tenía razón: el Concha parecía estar al tanto de este tipo de actividades, aunque no creyera en ellas en absoluto.
Cuando llegamos a mi piso, el Concha nos estaba esperando con la puerta abierta.
—Adelante, adelante, pónganse cómodos —dijo—. Siéntanse como en su casa.
Señalando las bicicletas, agregó:
 —Acomoden el ecovehículo por acá…
—Gracias…
Mientras los recién llegados terminaban de acomodarse, el Concha tomó un sahumerio que había traído consigo y lo encendió. Como vi que no sabía dónde ponerlo, le señalé una maceta con un potus que solía tener en uno de los estantes de la biblioteca. El Concha me pasó el sahumerio y una vez que se hubo cerciorado de haber captado la atención de los presentes, tomó entre sus manos la maceta, la besó, besó el potus, se paró en un solo pie y, con la maceta levantada sobre su cabeza, murmuró algunas palabras que me sonaron a “Guanajuato pachanga” o algo por el estilo.
—Un viejo ritual de mis ancestros —declaró con tan hipócrita mueca de seriedad que me indignó—. Acá también está la Pachamama…—dijo, señalando la maceta con el potus.
Todos parecieron aprobar su actitud.
Sin ser un crítico de aromas, me resultó evidente que el sahumerio que el Concha acababa de plantar en la maceta era de pésima calidad. El hilo de humo que se levantó de su brasa envolvió la atmósfera en un olor pesado, ente dulzón y ácido, que me traía reminiscencias de pachuli, leña verde y bosta de vaca carbonizada.
Después de su gesto místico, llamó a Hugo, que todavía estaba en la cocina, y lo presentó:
—Este es un viejo amigo. Pueden llamarlo Viti. Eso que le ven en la cara, y que seguramente les produce asco o miedo por peligro de contagio, es nada menos que un mandala.
—¿No se llama vitiligo? —preguntó Pablo.
—Se llama vitiligo según la medicina tradicional occidental, si es que a ese conjunto de saberes esquemáticos se le puede llamar medicina —aclaro—, del igual modo que al mismo lamparón el pueblo lo llama antojo o frutilla.
Hugo saludó a los presentes, algo molesto por la insistencia del Concha con su mancha de nacimiento. Cuando le llegó el turno de darle un beso a Griselda, no pudo disimular una mirada lujuriosa a sus senos.
—Vigilalo al gordo boludo este —me dijo el Concha por lo bajo al oído—, que me parece que se alzó con Griselda. Prestale atención al tema de las muletillas…
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque el gordo, cuando se excita, entra a “muletear” a lo loco.
Me incomodó saber eso; máxime teniendo en cuenta que, poco antes, Hugo me había conversado utilizando una andanada de latiguillos.
—Mira: ahí lo tenés —dijo el Concha.
Hugo, atraído por las curvas de Griselda, ya le lanzaba  un “como te digo una cosa, te digo la otra” completamente fuera de contexto, ya que Griselda, simplemente, le había preguntado si estudiaba o trabajaba.
—Bueno, bueno, gente —intervino el Concha—. Siéntese acá en el piso, en estos almohadones. ¿Quién quiere wheatgrass?
—¿Hay wheatgrass? —preguntó Griselda con el rostro iluminado.
—Por supuesto —dijo el Concha con su cara más fraudulenta.
—Perdón —dije— ¿qué es eso?
—Explicale, Griselda, que yo voy a buscar la jarra a la heladera.
—Esperá —dijo Griselda— Te acompaño…
—No, no —respondió, serio, el Concha—. Hoy soy yo quien los agasaja; nadie más que yo se va a ocupar de la comida y la bebida…
Griselda aceptó la respuesta sin sospechar. Yo, en cambio, comprendí que en la cocina se ocultaban evidencias que darían por tierra con el engaño que el Concha había puesto en marcha desde el día anterior.
Antes de abandonar el living, preguntó:
—¿Todos quieren?
—Sí —dijeron Griselda y sus amigos.
Hugo, en cambio respondió:
—Yo paso...
Evidentemente, tenía muy claro con quién estaba tratando.
—El wheatgrass —comenzó a explicarme Griselda cuando el Concha cerró tras de sí la puerta de la cocina— es una bebida de última moda en el mundo del veganismo y naturismo. Se prepara en base a brotes de trigo provenientes de cultivos orgánicos.
—Qué interesante… —dije.
—Tiene un montón de propiedades saludables: es rico en minerales, antioxidantes, fitoesteroles…
Me llamó la atención, recuerdo, que conociera tanto del tema.
De la cocina me llegó el ruido de la minipimer.
—Se hace en el momento de beberlo, para que no pierda sus propiedades.
—Qué interesante…
De la cocina llegó, algo débil por el sonido de la procesadora, un eco del Concha:
—La re-puta madre que los re-mil parió…
Preocupado, me excusé ante Griselda:
—Pese a lo que haya dicho el Concha, yo voy a hacer también un poco de anfitrión. Esta, en definitiva, es mi casa.
Esto último lo dije como si efectivamente necesitara recordármelo, inmerso como estaba en medio de tanto gesto avasallante del Concha.
—No tardo —dije y me encaminé a la cocina.
(Continuará)

domingo, 24 de febrero de 2013

Capítulo XIV


Acerca del banquete que el Concha ofreció a la urbana tribu de veganos, vegetarianos y otras yerbas (primera parte)


Hacía no más de dos semanas que en mi vida había aparecido un individuo del que desconocía el verdadero nombre, que me avergonzaba en público y del cual, pese a todo, no podía tomar distancia. El Concha me sublevaba tanto como me atraía y en esta dualidad del sentimiento se jugaba la intensidad de mi relación con él.
¿Quién era el Concha? ¿Cómo definirlo? Me hacía estas preguntas mientras esperaba que se presentara en mi casa como anfitrión de una velada con sus nuevos amigos naturistas. Aunque me resultaba casi imposible dar respuesta a estos interrogantes comprendía que no era el Concha, empero, un sujeto  irreductible a todo lo conocido.
En efecto, poco tiempo atrás había visto unas películas cuyos personajes me remitían, en algunos aspectos, a él: Hescher, de quien parecía haber tomado la irreverencia y ese estilo por momentos avasallante de relacionarse con el otro; Borat, con quien compartía todos los tópicos de la incorrección política y moral; El hombre de al lado, arquetipo de la falta de sentido de la ubicación pero también –y en esto el Concha lo superaba– de un modo desinhibido de pasearse por el mundo. ¿Qué tienen en común por separado, me preguntaba, cada una de esas películas? Nada, absolutamente nada. Sin embargo, y a partir de la existencia del Concha, surge entre ellas un vínculo que no sería evidente sin él –como si la aparición del Concha en el mundo se constituyera en un punto desde el cual fuese posible percibir conexiones que su ausencia nos impediría descubrir–.
(Releo lo escrito y, además del tono pretendidamente filosófico que rezuma la prosa,  dos cosas me avergüenzan. En primer lugar, comprendo que si efectivamente es verdad que el Concha puede compararse con los personajes de esas películas, eso implica también que yo, a su lado, soy parangonable al viudo de Hescher, al compañero obeso de Borat y al arquitecto afectado e impotente de El hombre de al lado. En segundo lugar –y calculo que cualquier hipotético lector de estas páginas que haya atravesado la carrera de Letras lo habrá deducido– la reflexión acerca de que la existencia del Concha es lo que permite ver la relación entre relatos que aparentan no tener nada en común es la aplicación a mi nuevo amigo de la teoría con que Borges se refiere, en un breve trabajo crítico, a Kafka).
Pensé en un título que resumiera mis reflexiones y me vino a la mente “El Concha y sus precursores”. Afortunadamente, un timbre sanitario interrumpió la deriva bochornosa que habían tomado mis reflexiones.
Era él.
—Bajá a ayudarme, Eduardito, que traigo de todo.
—Ahí bajo —le dije por el portero.
Cuando salí del ascensor vi que el Concha estaba acompañado. No me había avisado que vendría con alguien, pero yo ya estaba acostumbrado a no ser tenido en cuenta por él en decisiones que me involucraran.
Se trataba de un muchacho de unos veinticinco años, tardíamente picado por el acné y algo obeso. Pelirrojo anaranjado, su pelo evidenciaba la grasitud brillosa de alguien desaseado. Tenía puestas unas bermudas a cuadros, ojotas y una remera que no alcanzaba a cubrir su panza abultada y rolliza. Lo más llamativo de su figura era, sin embargo, una mancha de pigmentación de esas que se tienen de nacimiento que le atravesaba la mitad del rostro. Pensé en las atrocidades que debía de haberle dicho el Concha a ese joven al momento de verlo por primera vez.
—Hola —saludé.
No me había equivocado en lo del baño: el desconocido venía envuelto en un denso olor a transpiración.
Cuando el Concha me lo presentó confirmé el presentimiento que había tenido al ver la falta de pigmento:
—Eduardo, te presento a un amigo que vive en el departamento de al lado de casa: el gordo “Vitiligo”. El sobrenombre se lo puse yo: esa salpicadura (yo le digo lechazo, en realidad) —me aclaró— que tiene en la cara se llama así…
—¿En serio? —ironicé.
—Sí. Le podés decir “Vitiligo” o “Viti”, como prefieras.
—En realidad, me gustaría llamarlo por el nombre —dije— ¿Cómo te llamás? —le pregunté al joven.
—Hugo.
—Hola, Hugo, yo soy Eduardo.
—Aunque no lo creas —intervino el Concha retomando la cuestión del pigmento—, nació con esa malformación en el medio de la jeta.
—No es malformación, Concha y la argolla vaginuda de tu vieja ensartada en un cogedero público —protestó Hugo haciendo gala por primera vez de un malhablar profesional.
—Bueno, gordo, tranquilo. Malformación, discapacidad, mancha loca: decile como quieras.
Hugo bufó.
—Tocale acá, Eduardo —continuó el Concha mientras señalaba una franja del rostro de Hugo —, tocale.
Le hice gesto negativo, algo irritado por la falta de respeto.
—Ehhh, qué desconfiado, Eduardo —siguió—. Te digo que no contagia ni mancha. Mirá…
Y diciendo esto se chupó el dedo pulgar y comenzó a frotar el rostro del Hugo quien, para defenderse del ultraje, tiró un manotazo a la zona genital del Concha.
—¡No! —gritó el Concha antes de comenzar a reírse por las cosquillas obscenas.
—Chiflá o no te suelto —le dijo Hugo mientras lo sostenía con una mano y con la otra le serpenteaba en su entrepierna.
Algunas personas que acertaban a pasar por la calle contemplaban la escena con incredulidad.
—Chiflá, Concha, chiflá.
El Concha se arqueaba, dominado por las cosquillas, sin poder soltarse. De a ratos intentaba chiflar, pero la risa le deformaba la boca y apenas alcanzaba a soplar en vano.
—Nunca lo logró, nunca —me aclaró el gordo en medio del desafío antes de liberarlo, ya sin aire de tanto reír.
Una señora pasó haciendo gestos de negación con la cabeza.
—Una vez —dijo el gordo después de soltarlo— se llegó a mear. Con eso te digo todo…
“Con eso te digo todo”: esa fue la primera vez que escuché de boca de Hugo una de sus frases-muletilla con las que solía adornar su discurso.
—Ayudanos con esto, Eduardo —dijo el Concha señalando las bolsas que había acarreado.
Subimos.
Cuando entramos al departamento y comenzamos a poner los productos sobre la mesada vi que más de uno no se correspondía con una dieta vegana y orgánica.
—¿Qué es esto, Concha? —le dije apuntando a una bolsa.
—Eso es mondongo.
—Ya sé lo que es, lo que te pregunto es qué pensás hacer con eso. No es producto vegano…
—Pero ya sé, Eduardo —dijo el Concha—. El tema es que esa dieta es medio cara y yo ando algo corto de guita…
—Entonces…
—Entonces compré algunas cosas veganas y otras baratas, nada más… No vas a ser tan pelotudo de levantar la perdiz ¿no?
—Se van a dar cuenta, Concha…
—No se van a dar cuenta, Eduardo.
En el fondo, yo tampoco pensaba que se fueran a dar cuenta. El Concha no era un embustero amateur sino todo un experto.
Decidí dejarlo solo en la cocina mientras me puse a ordenar la casa. Hugo me siguió.
—¿A qué te dedicás, Hugo?
—Estoy sin laburo —me dijo mientras se escarbaba la nariz.
—Ajá…
—Vivo con mi vieja, que es pensionada.
Muy bien, Ignatius Reilly, pensé.
Resultado del escarbe, un moco oscuro quedó prendido de su dedo índice. Lo miró un segundo antes de comenzar a hacerlo bolita.
—Así que si sabés de algo —continuó—, avisame. Cualquier cosa, cualquiera hago. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí —le dije aun sabiendo que las muletillas no esperan respuesta.
Haciendo un juego de presión entre el pulgar y el índice, Hugo catapultó la bola de moco por una de las ventanas que da a la calle.
—Lo último que hice —continuó— fue laburar en un sex-shop vendiendo dildos.
—Dildos… —repetí no por desconocer su significado sino por la sorpresa de escuchar ese término en boca de un sujeto apodado Vitiligo.
—Sí: porongas de goma, consoladores. ¿Me entendés lo que te quiero decir?
—Sí, sí.
—Pero era una de putos y viejas alzadas que para qué contarte…
—Me imagino… Qué jodido…
—Si querés te digo que no, si querés te digo que no. Pero si te digo te miento. ¿Me entendés lo que te quiero decir? No sé si me explico…
Las muletillas y latiguillos habían colonizado el habla de Hugo de una manera nunca vista. De todo el fárrago de su conversación apenas podían extraerse algún que otro elemento comunicativo; el resto eran puras frases hechas de relleno.
—¿Tenés paté, Eduardo? —gritó el Concha desde la cocina.
—En la puerta de la heladera —dije pensando en los veganos.
Mientras ordenaba el living –Hugo permaneció sentado en el sillón todo el tiempo– miré la hora. Faltaba todavía un rato para que comenzaran a caer los invitados.
(Continuará) 

martes, 9 de octubre de 2012

Capítulo XIII


Que trata del pasado del Concha como activista pacifista y ecológico y de otras mentiras de ocasión


Nos sentamos todos en ronda, en el pasto, a conversar. El Concha no tardó en volverse el centro de atención.
—Hay que jugarse, gente, jugarse la vida si es necesario para salvar el planeta. Yo siempre apoyé todos los “Seiv”:  “Seiv de planet” “Seiv de delfins”, “Seiv de ballens”, todos. De hecho, vengo participando activamente de todas las luchas ecologistas que hay. Gente: yo despinté pingüinos empetrolados en Punta Tombo; yo recorrí media Patagonia en bambucleta para reclamar por los hielos…
El Concha tenía dotes de orador. Hablaba con énfasis, seguro de poder convencer.
—Lo mío no es puro blablá—continuó—. Yo tengo en mi casa una maceta llena de lombrices californianas para reciclar desechos orgánicos.
Hizo una pausa.
—Veo, por cómo me miran, que no tienen idea de qué les hablo —dijo con la satisfacción del que está un paso adelante del resto.
—Yo sí conozco —intervino uno de los chicos—. Las he visto en alguna que otra granja orgánica. Te transforman todo en humus…
—Exacto. Son excelentes. Les podés tirar restos de comida, yerba, cáscaras. Yo incluso llegué a defecar en esa maceta una vuelta que se me tapó el baño… Las lombrices le entraban a la caca con la misma intensidad que a un puré de batata…
Las caras de los presentes cambiaron un poco al escuchar esto. Hubo algunas miradas cruzadas, al igual que cuando dijo “seiv de ballens”, como de desconfianza mezclada, en el caso de las chicas, con algo de repulsión. Pero el Concha tapaba una barbaridad con una mentira acorde a los deseos de los jóvenes.
 (Al margen: recuerdo que, después de este encuentro, le remarqué al Concha mi asombro por haberlo escuchado pronuncia la palabra “defecar”, tan ajena a su vocabulario. Me respondió que había estado a punto de decir “echarme un garco”, pero que por respeto a Griselda se había moderado. Decir que había defecado en una maceta sobre un lecho de lombrices no le parecía, claro, escatológico)
—Gente —continuó, fiel a su estilo verborrágico—: yo abracé, árboles, enredaderas, incluso montículos de hojas secas. Yo corrí a cascotazos a los que querían sacar oro de Fátima…
—De Famatina, querrás decir.
—Exacto. Mirá, me hace hervir tanto la sangre lo que digo que me confundo.
—A mí me parece bien la protesta—intercedió Griselda—, pero la violencia no me gusta. Por lo de los cascotazos, digo. Prefiero la resistencia pacífica. Una sentada, ejemplo.
—Pero claro —continuó el Concha, que pasaba ahora, a pedido del público, a dotarse de un pasado de activista no-violento—. Yo en Bosnia…
—En Botnia, querrás decir.
—Sí, gracias. En Botnia estuve sentado como no sé cuánto, tipo Gandhi. Tarugos en el ojete me salieron. Y también hice eso de poner flores en los caños de las ametralladoras de la policía, eh…
Calculo que el Concha habrá visto alguna foto o documental de la época y habrá pensado que, mutatis mutandis, podía apropiarse del ejemplo.
—Yo pensé que esa era una práctica de la década del sesenta…
—Querida Griselda —le respondió—, no todo lo que ocurre en el mundo sale por la tele…
—Es verdad…
Charlando o, mejor, escuchándolo al Concha, se nos pasó la tarde. Como se acercaba el momento de despedirnos y, por lo visto, el Concha tenía intención de seguir en contacto con los chicos, largó:
—Mañana a la noche Eduardo y yo nos juntamos a cenar. Lo hacemos cada lunes, siempre en su casa —dijo mirándome con una sonrisa que pretendía disimular el gesto prepotente de pedirme permiso con posterioridad al momento de tomar algo mío de prestado—. Cena liviana, vegana, algún documental de animales, música étnica, lo de siempre. ¿Se prenden?
Sí, se prendieron. Eran jóvenes que no tenían que trabajar al día siguiente y que podían darse el lujo de fumar marihuana hasta entrada la madrugada.
—Concha —le dije cuando nos alejábamos— ¿podría ser que la próxima me consultes antes de ofrecer mi casa para una reunión?
—Pero, Eduardo: no tenía opción. Viste lo que es mi casa…
Sí, la había visto.
—Es muy chica…
Ese no era el problema principal, pero no podía decírselo.
Me había quedado una intriga de toda la tarde y aproveché para sacármela.
—¿De dónde te viene toda la información que comentaste hoy? No te hacía muy espiritual como para hablar de chakras, pueblos originarios, veganismo…
—De la vieja —me respondió—. ¿Te acordás? La de los masajes…
Me acordaba.
—Mientras le amaso las gomas la mina larga toda una sarta de pelotudeces sobre alimentación, energía, niños índigo, ángeles…
—Mirá vos…
—Cambiando un poco de tema —me dijo—. ¿No notaste algo raro en uno de los pibes?
—¿Raro en qué sentido?
—En el sentido de que sea puto.
Volvía, el Concha, con uno de sus viejos temas. No pretendo ahondar en eso, porque ya lo he referido,  pero no quería tampoco dejar pasar por alto el rasgo curioso que le había sembrado sospechas.
—Yo, la verdad —le respondí— no noté nada que pudiera interpretarse de esa manera.
—Tal vez es mi fobia, qué sé yo. Lo que pasa es que como lo vi con una botellita de agua, de esas que se cargan en la casa con agua de purificador… Viste que los putos delicados andan siempre con una botellita de agua recargada…
Detalles que solo percibía el Concha. Aunque es verdad que, después en casa, cuando pensé en algunos conocidos homosexuales, podía verlos en la sala de profesores con su botellita …
—Son pequeños detalles identificatorios que te permiten ver quién es quién —concluyó—. Es como si te digo que fulano es amarrete, tacaño, usurero, ahorrativo y que labura de prestamista. Ah, y que además le cortaron la verga. Lo sacás de una ¿no? Un árabe…
Estuve a punto de decirle que no, que los que respondían a esa descripción eran los judíos, pero esa réplica era una barbaridad mayor que la que acababa de escuchar, porque yo no pensaba eso de los miembros de la colectividad. El Concha había equivocado el imaginario, y yo no encontré el modo, en ese momento, de corregirlo.
Caminamos juntos un par de cuadras hasta separarnos.
—Mañana —me dijo— despreocupate que cocino yo para los pibes.
—Bien —dije, ingenuo—. Acordate de que los chicos son veganos y que no podés cocinar cosas que…
El Concha se sonrió. Después, se empezó a reír con fuerza, mostrando todos los dientes.
—Hasta cuándo vas a ser tan pelotudo, Eduardo, hasta cuándo…
La verdad, no sabía.
 Quedamos en vernos al día siguiente.

domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo XII


Donde se refiere la farsa en la que el Concha se hace pasar por descendiente de un chamán junto con otras mentiras de ocasión

La chica, que contemplaba embelesada al grupo que arrancaba ritmos africanos a los djembe, no se percató de nuestra presencia hasta que el Concha puso en marcha su estrategia: se arrodilló en el suelo, alzó las manos y murmuró algunas palabras antes de besar, con solemnidad, el pasto. Después se acostó boca arriba, juntó las palmas y empezó a hacer unos movimientos con las piernas, como si pedaleara una bicicleta imaginaria. La joven, que hasta hace un momento no tenía ojos más que para los jipis, había comenzado a mirarlo. El Concha, conciente de que había acaparado su atención, se puso de pie, flexionó los codos y comenzó a aletear en círculo durante unos segundos. Una vez que hubo terminado, realizó unas exhalaciones profundas y, como si recién advirtiera que la chica lo miraba, le dijo en un tono misterioso:
—No te asustes. Es una forma de pedir la bendición ¿sabés?
—¿Cómo? —le dijo la chica.
—El ritual que acabo de hacer: es una forma de pedir la bendición para mí y para todos los pachamacos.
La chica lo miró con extrañeza, pero su curiosidad ya había sido aguijoneada.
—¿Qué son los pachamacos?
—¿Te das cuenta, Eduardo? —me dijo de repente, incluyéndome en la conversación—. Si no hacemos algo vamos a perder la conexión divina con la sabiduría de nuestros antepasados. Los pachamacos —dijo dirigiéndose a la muchacha— somos los hijos de la Pachamama. Vos, yo, Eduardo, el gordo aquel que pasa corriendo: todos somos pachamacos. El ritual que acabo de realizar me lo enseñó mi bisabuelo Wiraconcha.
Inmediatamente después de pronunciar ese nombre miró al cielo, cerró los ojos y dijo
—Pachamama Wiraconcha bolivianga zupai.
La chica lo miraba ahora al Concha con la misma expresión que antes a los jipis.
—¿Y eso qué significa?
—Significa: “Wiraconcha vino de la Tierra y a ella volvió”. Es una frase que se dice para honrar a los muertos. En la lengua de mis antepasados —prosiguió el Concha con su farsa— existían dos tipos de expresiones utilizadas para referirse a los muertos: la que acabo de decir, destinada a hombres importantes de la tribu ­–mi bisabuelo fue una especie de chamán entre los suyos–, y otra para los corrientes. Cuando se referían a la muerte de un pachamaco cualquiera decían: “Taragüí shruti, chasqui quilapayún”. La traducción, si es que se puede traducir un contenido tan profundo a nuestra lengua, es más o menos así: “De un polvo venimos, en yerba nos convertimos”. Pero no te quiero molestar con estas cosas sin importancia...
El Concha sabía que la tenía entre sus redes; me indignó un poco ver cómo la manipulaba.
—Lo que me contás me interesa mucho. Es increíble... Yo me leí todos los libros de Castaneda: Las enseñanzas de Don Juan, Una realidad aparte...
Sin conocerlo demasiado al Concha, me di cuenta en el acto de que no tenía idea de quién le hablaba la chica. Sin embargo, respondió:
—Castaneda... sí. Un iluminado, lástima que...
—¿Que qué?
—Lástima que solo alcanzó a ver la punta del iceberg... —respondió. Y como para salir del apuro, antes de que le preguntara algo sobre el tema, agregó:— No te quiero hacer perder tiempo. ¿Tenés idea de dónde se pueden comprar tomates orgánicos?
El rostro de la chica se iluminó:
—¿Consumís productos orgánicos?
—Sí, en lo posible como sólo productos sin agroquímicos, que tanto mal le hacen a la tierra y a nuestro organismo. El otro día compré unos tomates que parecían de granja, pero me parece que estaban medio glifosateados. Se me armó un desorden intestinal que recién pude parar con arroz blanco y pastillas de carbón...
Pese a ser un embaucador profesional, el Concha no dejaba por eso de ser, en el fondo, el Concha.
—Mirá, por acá no sé dónde venden. El lugar más cercano es la estación del Tren de la Costa de San Fernando, los fines de semana. Yo voy siempre a comprar verduras ahí: soy vegana.
Recordé vagamente a Lisa Simpson cuando se enamora del activista ecológico y quiere impresionarlo.
—Buena decisión. Nosotros también. Me presento: yo soy el Concha y mi amigo se llama Eduardo.
Al ver que la chica puso cara rara al escuchar su nombre, el Concha agregó:
—Así me dicen, en realidad. “Concha” era el nombre quechua de una planta medicinal del altiplano...
—Ah... Yo me llamo Griselda.
—Encantado —le dije mientras le daba un beso.
Como no quería quedar pegado a la mentira, comencé a decir que yo, en realidad, no era vegano, pero el Concha me interrumpió:
—Es ovo-lacto vegetariano, pero yo estoy tratando de que radicalice su postura. Lo que pasa es que él, aunque no lo parezca, se deja influenciar mucho por los medios de comunicación. Ve a Pancho Ibáñez en la propaganda, vestido con un delantal blanco elogiando la leche y el Danonino, y él va y compra: tiene miedo de que no se le formen bien los ladrillitos de la vida...
—No hay que presionar —dijo Griselda—. Cada ser evoluciona a su ritmo...
—Sí, claro. Lo que pasa, no sé si alcanzaste a darte cuenta —siguió el Concha— es que Eduardo tiene medio taponado el chakra de la frente. Y ése es justamente el chakra de la iluminación.
—¿Ves los chakras?
—Verlos, verlos... es una manera de decir. Recordá que, como dijo un sabio, lo esencial es invisible a los ojos...
—Me suena esa frase —dijo Griselda—, pero no recuerdo bien de quién es...
Y seguramente tampoco el Concha, a quien  no veía leyendo a Saint-Exupéry. La habría escuchado o leído por ahí y ahora le había encontrado, por fin, utilidad.  Es que el Concha era un trituradora cultural: cualquier cosa que cayera en su órbita (referencias literarias, costumbres, terapias alternativas, prácticas: todo) era reformulada y adaptada en función de su necesidades de manera irreverente y, acaso, monstruosa.
—Allá vienen unos amigos —dijo Griselda señalando a un grupo de ciclistas—. Ahora se los presento.
Montados en bicicletas destartaladas se acercaron unos jóvenes de alrededor de veinte años. Todos respondían más o menos a la descripción que había hecho el Concha de los jipis: rastas, ojotas, morrales cruzados, colores de Jamaica, olor dulzón.
Nos saludamos con los jipis y nos sentamos a conversar en el pasto. El Concha se pronunció contra la instalación de una central eléctrica en el Paseo, así como también contra su transformación en shopping. Se acababa de enterar del tema, es claro, pero se inventó un pasado de activista ecológico que trataré, si me lo permiten, de resumir... (continuará)

viernes, 27 de julio de 2012

Capítulo XI



Donde se narra un encuentro con el Concha en el Paseo de la Costa

Después del Congreso, aproveché un fin de semana largo para irme a descansar a las sierras del sur de la provincia de Buenos Aires. Pasear, leer, mirar alguna que otra película: ésas fueron, más o menos, las actividades que realicé en Sierra de la Ventana como para sobreponerme al estrés que impuso a mi vida la academia.
Como siempre que me hago una escapada a la naturaleza, me costó la vuelta a la vida agitada de la urbe porteña. A mi regreso, el único recibimiento fue un típico mensaje en el contestador que me felicitaba por haberme ganado un Chevrolet.
La semana transcurrió más o menos rápidamente, sin nada que contar. Recién el domingo por la mañana sonó mi teléfono. Era el Concha.
—Habla el Vagina, Eduardito. Qué hacés.
—Hola, Concha.
—Hace como una semana que no nos vemos, che.
Mentí:
—Es que me fui unos días y, cuando volví, anduve con muchas cosas, viendo gente, de todo un poco.
—Bien ahí, Eduardito, bien ahí. ¿Mojaste, anoche?
—¿Eh?
—Digo si enterraste la batata, si revolviste algún estofado, si clavaste el puñal de carne, si...
—Ya entendí, Concha. Te vuelvo a decir algo que alguna vez te comenté: hay cosas que forman parte de la vida privada y que...
—Te entiendo, Eduardo: yo tampoco. En fin. Te llamaba por si querés ir hoy a la tarde al Paseo de la Costa, en Vicente López. Me dijeron que se llena de gente: pendejos en patineta, putazos en troller y minas, muchas minas. Las atorrantas patinan en calzas, marcando zorra a pleno. En una de esas, levantamos algo. Y si no, nos vamos bien cargados de recuerdos para una pajita dedicada a la noche. ¿Te va?
Quedamos en encontrarnos cerca de las cuatro en una de las entradas del Carrefour que está sobre Libertador.
El día estaba soleado y la temperatura era agradable, primaveral. Yo había llevado el equipo de mate y nos sentamos en el pasto, cerca de la calle que, como todos los fines de semana, estaba cerrada para el esparcimiento.
—Así vemos en primera línea el desfile de ojetes...
Había, en efecto, muy lindas mujeres en la ribera. Algunas, con cuerpos verdaderamente voluptuosos. El Concha observaba con lascivia.
—Mirá, Eduardo. ¿Ves aquella mina que viene patinando? Tiene problemas en la casa...
Pensé que me hablaba en serio.
—¿Y cómo te diste cuenta?
—No ves que tiene separados los “papitos”.
El Concha se reía solo de sus chistes.
Por lo bajo, cuando pasaba alguna chica, decía barbaridades. Lo hacía por lo bajo, sin riesgo de ser escuchado, pero la posibilidad de que lo oyeran me ponía mal.
—Decime quién te coge que le chupo la verga...
Una patinadora se agachó junto al cordón para ajustarse los patines. El Concha se puso de pie y giró uno de los carteles que decía “Peligro, zanja abierta” hasta que la flecha quedó apuntando a la cola de la chica.
—Bueno, Concha...
Pasó otra mujer patinando y le dijo algo –no llegué a entender del todo– sobre un nuevo desafío de Actimel.
En cuestión de minutos, escuché palabras como plasticola, yogur, leche condensada, crema, juguito del amor y salsa blanca funcionando como sinónimos de... Se entiende.  
—Siempre fui piropeador, yo, desde pendejo —dijo.
Y como queriendo destacar una de las características de su condición, agregó:
—Y no le hago asco a nada: gorda, flaca, rellena, tortilla, pendeja, MILF...
—¿Qué es MILF?
—MILF, Eduardo, Mom I´d Like to Fuck, veterana, vieja puta. A veces no sé dónde mierda vivís...
El Concha siempre se enojaba con mi desconocimiento de ciertas cuestiones que él consideraba básicas.
—Nunca discriminé al piropear, sabés. Pasa una flaca, piropo. Pasa una gorda, piropo. Una vieja con los labios pintados, piropo.
No estaba muy seguro de lo que iba a decir, pero lo dije:
—Hay algo de machismo en eso de decirles cosas a las mujeres, me parece. Sobre todo, si son cosas ordinarias...
Negó con la cabeza, superado.
—No entendés nada, Eduardo. ¿Sabés qué es peor para una mujer que tiene que pasar al lado del camión de la basura o junto a una obra en construcción llena de albañiles con la lengua picante? Pasar y que no le digan nada. Si le gritan algo, va a poner cara de “qué asco” y sigue viaje, pero si no le gritan nada... ¿entendés? Es jodido para una mina no despertar un deseo sucio de un recolector, de un albañil que grita impune desde una viga, de un camionero. Es muy jodido...
“Una vuelta, estaba esperando un colectivo junto a una obra. Mina que pasaba, mina a la que le gritaban algo. Las llamaban por la ropa (eh, vos, calcitas negras; eh, vos, jean apretado) y le largaban el piropo. En un momento, pasaron unas seis o siete minas juntas, amigas. En el medio había una que tenía puesto un vestidito rojo. Rellenita, bien bonita de cara la loca. Medio que se les amontonaron las minas a los de la obra y les dijeron cosas a todas menos a la del vestido. ¿Entendés? No sabés la pena que me dio. No se sintió halagada, ni respetada, ni tratada con dignidad. Se quedó hecha mierda...”
Capté algo de lo que el Concha decía. Era impresentable, pero algo parecido a una verdad deformada brillaba en lo que me contaba.
—Lo pensé un segundo y salí corriendo para dar la vuelta de la manzana y volver a cruzarlas...
—¿Y?
—Y la piropeé como corresponde...
—¡Bien!
—Vestidito rojo, le dije cuando pasó, vení a casa que esa grieta que te salió en la entrepierna te la arreglo con este pomo de enduido.
No quise pensar en la reacción de esa chica, pero el Concha se mostraba satisfecho de su acto.
—Te comento —prosiguió— que las gorditas, a diferencia de las delgadas conchetas, son muy agradecidas con los piropos. Bueno, en general son agradecidas con todo.
—...
—Las gorditas son muy peteras. Eduardo, no me pongas esa cara de no entender un carajo. Se prenden a la tripa como si fuera la última verga que hay en el mundo. No sé, para mí que es como una forma de agradecimiento por bombearlas. Vos les das y ellas te dan. Es un toma y daca, un hoy por ti y mañana por mí. Las flacas, en cambio, son más reacias a la tirada de goma. Yo —me hablaba serio, con cara de estar enunciando una verdad solemne— prefiero una gordita petera a una flaquita estrecha. Pero es mi opinión...
No quise responder a tanta barbaridad junta, especialmente porque su conclusión, en el fondo, iba en contra del modelo de mujer que en nuestra sociedad se promueve como deseable.
Después de estar un buen rato en el lugar, le propuse caminar un poco por el Paseo. A medida que avanzábamos hacia unos puestos de artesanos, nos fue llegando el batir acompasado de tambores que provenía de un lugar donde se había aglomerado algo de gente, de cara al río. Un grupo de alrededor de veinte personas tocaban unos instrumentos que, si no me equivoco, se llaman djembe, en lo que parecía ser un espectáculo callejero de improvisación.
Nos paramos a unos diez metros de donde estaban tocando, porque el sonido era bastante fuerte como para conversar.
—No le falta nada a esta comparsa, eh —dijo el Concha con un tono malicioso.
—¿Por qué lo decís?
—Boludos en cuero con pulserita de Jamaica, pantaloncito ancho a rayas, rasta, mucha rasta, olor a porro, sandalias...
Me irritó la intolerancia del Concha.
—Mirá aquella minita. Ya se tragó el sapo de estos locos y ahora vino a ver si pica algo en el revoleo de jipis. Porque estos son todos jipis. Mejor dicho: neojipis. ¿Te fijaste que andan todos, siempre —y enfatizó el siempre— con una mochila enorme en la espalda? Es como que quieren dar la impresión de que están de paso, de viaje. Van o vienen de Machu Pichu, de México o de cualquier lugar donde se diga chévere. En la mochila no llevan nada, generalmente, salvo esos cosos que usan para hacer malabares que son iguales a las botellas que tenés que chocar con la bola de bowling. ¿Los tenés?
—Sí: se llaman clavas.
—Bien. Si no tienen esos cosos, tiran lo que venga: naranjas, pelotas de tenis llenas de arena y envueltas en cinta, aros...
“Además, y esta es otra característica, si tienen que desplazarse por la ciudad, eligen entre dos opciones. Los más circenses, se calzan arriba de una bicicleta de una sola rueda y van haciendo equilibrio por la avenida. Esos, de paso, en algún semáforo tiran las pelotitas y te manguean monedas por la gilada. Los otros, los que no son tan circenses, tienen una bicicleta de bambú o una bicicleta de fierro pero hecha mierda de vieja. La compraron por dos mangos en una bicicletería o la heredaron de algún abuelo que se cagó muriendo. Como sea, le ponen un cartelito atrás que dice “un auto menos” –el uno con número y el menos con el signo de resta­, siempre– y salen.
—¿Y a vos qué te molesta?
—A mí me chupa bien un huevo, Eduardo.
—No parece...
—Yo hago cualquier cosa con tal de ir tirando, pero no me creo el personaje. Actúo, nomás. Mirá, vamos a hablarle a la minita esa que vino a levantar un jipi para escandalizar al papá.
Y hacia allí nos dirigimos...